Llegué en Mayo a España y desde entonces he trabajado menos de lo que esperaba pero más de lo que deseaba y he viajado más de lo que esperaba pero menos de lo que deseaba. Aún así he viajado bastante y es lo que os voy a contar, ya que del trabajo no os voy a contar nada para no aburriros.
Entre los viajes que he hecho, los hay de todo tipo, naturalista, montañero, cuñado, cultural, gastronómico, playero y sobre todo fallido... vamos, viajes que no se llevaron a cabo, pero de estos hago diez o doce todos los días y ya ni los cuento. Por cierto que gracias a este tipo de viajes, a veces denostados y poco considerados, conozco todo el mundo y parte del extranjero.
Con Mónica estuve en Extremadura, una tierra poco conocida por la mayoría de los españoles, salvo quizá los extremeños, y mucho más valorada y conocida por extranjeros, especialmente británicos aficionados a las aves. En ese viaje, y desde el coche, pudimos ver en el Parque Natural de Monfragüe (próximamente Nacional) numerosas aves rapaces, algunas en peligro crítico de extinción, y observamos algunos de los nidos más famosos de las especies más emblemáticas de la zona. Ya, ya sé que para algunos, que no diferencian un gorrión de un buitre, que haya nidos famosos puede parecer una excentricidad mayúscula, pero así es.
Por ejemplo, hay un nido de cigüeña negra (en peligro de extinción con apenas 700 parejas en España, único país de la UE con alguna) a escasos cien metros de la carretera que lleva ocupado por una pareja desde hace muchos años y que ya es un clásico entre los ornitólogos. Este año vimos tres pollos creciendo en él. Esperemos que hayan salido adelante los tres.
Además visitamos Trujillo, en plan más cuñado que cultural pero aderezado con algo de gastronómico, constante en los viajes por tierras ibéricas y que me ayuda a constituir mi figura tal y como es actualmente.
Poco después Mónica, como las aves en verano, emigró al norte y se fue a vivir una temporada, más larga de lo que parecía, a Beauvais cerca de París. Para llegar allí, salimos de su casa con sus necesidades básicas embaladas en apenas 250 kilos y embutidas en su coche, llegando al destino unas 13 horas después de conducción por los 1390 Km. que separan Madrid de Beauvais. Poco después fui con unas amigas de Mónica a París para visitar esta ciudad y los alrededores de Beauvais, en lo que sería un viaje más cuñado que cultural y más de supervivencia que gastronómico. La calidad de la cuisine francaise, se limita, a mi no limitado entender gastronómico, al pan, muy bueno a tenor de la verdad. Al menos París es una ciudad que bien merece una visita, aunque sea más cuñada que cultural. Y las vistas desde la Torre Eiffel, aunque de noche, merecen la pena.
Como Mónica, lógicamente, se aburre en Beauvais, donde no para de llover, (como dice Jaime, París es la ciudad del amor porque no para de llover y en esas condiciones... ¿qué te queda? ...pues resguardarte del meteoro y entrar en calor) algunos fines de semana largos se viene a España, donde el sol más calienta.
Uno de esos fines de semana fuimos con sus padres a Santander en lo que sería un viaje entre playero y gastronómico. Ya se sabe, como en el norte de España no se come en ningún sitio, salvo, quizá, en el sur, en el este y en el oeste... de España, se entiende.
Y a la vuelta de Santander, lo que esperaba ansioso desde hace cuatro años: volver a patear a los Pirineos.
Fuimos Álvaro, Chus y yo, tras la espantada de Fran esgrimiendo la necesidad de fortalecer sus relaciones internacionales, con la intención de hacer una ruta dura pero con muchas ganas.
Ganas que fueron diluyéndose por las fuertes lluvias de esos días.
Ante semejantes inclemencias, y a diferencia de lo que habría hecho en París, visitamos Aínsa en plan cuñado y con mucho cuidado de no mojarnos.
Allí visitamos el centro del quebrantahuesos (trencalós en catalán, ugatza en euskera y clunchigüesos en aragonés, esto lo pongo para queno se me olvide, ¡me gustan estas cosas!) rapaz carroñera especializada en comer huesos, pero no el tuétano como todo el mundo se empeña en aseverar, sino el hueso hueso.
Como al día siguiente seguía lloviendo nos fuimos a las gargantas de Escuaín, probablemente el valle más desconocido del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, donde nos encontramos con unos forestales que hacían el seguimiento de varios quebrantahuesos que por allí residían.
Ante mi estupor, tanto Álvaro como Chus se mostraron como unos empecinados observadores de tan magnífica ave y allí estuvimos más de cuatro horas de charla con los forestales en cuestión. Al día siguiente y sin lluvia que nos justificara, fuimos a un comedero de quebrantahuesos a probar suerte. En total, en esos dos días vimos alrededor de veinte individuos en distintas fases de plumaje, lo que para un pájaro bastante escaso, con menos de 200 individuos en todo el Pirineo, no está nada mal.
Pero por fin llegó el día. El día con un sol inmisericorde que no dejaba lugar a dudas ni a justificaciones y nos obligaba a atarnos los cordones y a subir... andando.
Y vaya que si subimos.
Dejamos el coche en un pequeño aparcamiento del valle de Chisagües, a unos 1650 metros sobre el nivel del mar (m.s.n.m.), nos pusimos a caminar y en apenas tres horas estábamos en los lagos de La Larri a unos 2500 m.s.n.m.
Al día siguiente atacamos La Munia de 3134 m.s.n.m. y con unas impresionantes vistas del Pirineo central que abarcan desde el Pico Moros (más conocido por su horrible nombre francés de Balaitus) y Comachibosa (de horrible nombre francés Vignemale) y hasta el Posets y el macizo de la Madaleta.
La cresta de La Munia es bastante divertida, con algunos pasos muy aéreos que te lo hacen pensar dos veces... y blasfemar cincuenta si eres como Álvaro.
Ese mismo día bajamos hasta el coche y regresamos a Madrid, con lo que fue la primera vez que el mismo día que subía un "tresmil", dormía en mi casa. Con los cuadriceps ardiendo y apunto de estallar.
Para compensar, a los dos días Álvaro y yo junto a Iciar y Fran nos fuimos a Asturias a hacer surf, como en un viaje de muy similares características que habíamos hecho cuatro años antes. Afortunadamente para mi maltrecho cuerpo, no había olas y no hicimos nada de surf. Eso sí, nos pusimos de pulpo, navajas, cabrales, sidra, cachopo, fabada, lubina y demás exquisiteces de la gastronomía astur hasta las cejas.
Ya no viajaré más, salvo la vuelta a París para ir a buscar a Mónica y traernos el coche pasando por Santander para degustar por última vez en unos cuantos meses los pinchos del norte, hasta que nos vayamos a México el 6 de octubre si las cosas no cambian y Bush lo quiere .
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